EL ARQUETIPO DEL GUERRERO, EL GRAN PADRE Y OTHELLO

Por VICENTE RUBINO





“La serpiente es Mercurio, el que, como sustancia fundamental (hipostática) se forma a sí mismo en el “agua” y devora a la naturaleza que se ha unido con él (El Sol, que se ahoga en la fuente de Mercurio; el león que devora el Sol; Beya que disuelve en ella a Gabricus.)”

Carl G. Jung.

Othello es una magna y poderosa figura trágica. Othello es un Moro convertido al cristianismo.

Los moros pertenecían a tribus africanas que tenían la piel oscura, cobriza, o negra. Eran mercaderes o guerreros. Habitaban en el Africa mediterránea del Sahara. Hablaban el árabe o el bereber, pero no eran árabes. Ocupaban el litoral atlántico desde Marruecos hasta Senegal. Eran de talle esbelto, piel oscura, con rasgos europeos, cabello crespo u ondulado. Los Moros proceden de los antiguos “Sabeos”, vástagos de los “Jebuseos”. No eran árabes pero tenían cierta semejanza con ellos. No obstante, en los siglos VII y VIII hubo guerra entre ambos en el Norte de Africa, y los Moros arrasaron desde Tánger hasta Trípoli, zona que quedó reducida a desierto. Othello venía de misteriosas tierras y mágicos rituales.

Su primera edad fue sólo silencio y luego dominio. Acostumbró sus pies desnudos en las silícias arenas que escupen fuego, y su cabeza en los vientos huracanados.

Se hizo elástico como una flecha y disputó la comida de las fieras. Bebió sangre de serpiente y se enfrentó con el tigre.

El Gran Padre serenamente observaba.

Cruzó las aguas en las más abruptas desembocaduras de la piedra, y bajo la tempestad se guareció en cavernas de hierros sulfurosos. Supo fabricar el fuego en medio de los vientos de espinas. Y preparar sus armas fundiendo metales en las rabiosas fraguas, taladrar las piedras y el hierro palpitante en sus manos, los aceros fulgurantes convertidos al silencio del ácido.

El Gran Padre serenamente aprobaba.

Luchó con aves de plumas férreas en las altas guaridas carniceras. Pisó con sus pies el trueno de la niebla enrarecida, en medio de las tenebrosas sombras de una hondonada. Y también hundió las manos en las sangrantes heridas que mataban la muerte, en aquéllos intersticios del rayo y del relámpago, en el más profundo y volcánico Abismo.

El Gran Padre serenamente coronaba.

Othello es un Moro que desciende de nobles reyes africanos. Es un terrible y poderoso guerrero que se halla al servicio de la República de Venecia, con el cargo de general al mando de las fuerzas armadas en la guerra contra los turcos.

La índole de Othello es ser un guerrero: su reino es la batalla, el combate su trono. El es un guerrero, un sangriento guerrero Moro.

Othello es un hijo de Marte, para quién ciertos valores éticos son sagrados.

Como guerrero conduce el “Carro del Sol”, el Carro del Triunfo. La flota de Othello es, simbólicamente, el Carro de Ares (Marte), tirado por cuatro caballos, y acompañado por cuatro escuderos:

Deimo, el espanto; Phobos, el terror; Eride, hermana de Ares, la discordia; Enio, hija de Ares, diosa de la guerra.

Ares no siempre gana en los combates. Existe un antiguo antagonismo entre Ares y Atenea: la fuerza brutal de Ares siempre es burlada por la prudencia y la inteligencia de Atenea.

El Carro de Fuego es el poder y la conquista que le permiten al héroe-guerrero marchar hacia la vida para encontrar su pertenencia individual en un mundo social más amplio que su ciclo anterior, y, al hacerlo, poder descubrir sus propias potencialidades y discernir las fronteras de sus limitaciones.

El joven guerrero que conduce el carro se encuentra en sintonía con el Destino: ni conduce ni es conducido: sube por el camino escabroso fluyendo en el Ritmo Cósmico, no interfiere alterando los acontecimientos, y por eso, vence. Su yelmo dorado se corresponde con la “áurea” potencia energética del Sol.

El Carro es un símbolo del poder conductor de la Psique. Ya lo había expresado Platón, para quien el Alma habría sido en sus comienzos un “Carro alado”, unido por una fuerza divina a un “auriga” que guía el Carro conducido por dos caballos diferentes entre sí: uno de los caballos es bello, bueno, de porte erguido, bien plantado, de pelaje blanco, ojos negros, amante de la gloria pero la ambiciona con moderación, y para ser conducido no necesita ser castigado. El otro caballo, en cambio, es pesado, mal conformado, de pelaje negro, ojos grises, es sordo a las voces de mando, y solamente con un látigo puede ser conducido por el cochero. A través de esta imagen alegórica, vemos que el alma consta de una integración de tres partes o elementos:

El auriga, el conductor del alma, es la parte racional (NOUS).

El caballo blanco representa la parte apasionada, es el alma pasional (THYMOS).

El caballo negro es la parte apetitiva, concupiscible del alma (EPI-THYMIA).

Cada instancia del Alma posee virtudes propias y exige una cierta modalidad adecuada para cumplir sus funciones específicas, para lograr su objetivo: La parte apetitiva posee como virtud a la Templanza.

La parte pasional, aparte de la Templanza, también posee el Valor.

La parte racional, además de las anteriores, también posee Prudencia y Sabiduría.

El Alma, la Psique, representada por Platón responde a la Idea del movimiento por cuanto la Psique no es una cosa, sino que es un proceso cuya esencia es “el movimiento”. El Carro marca una nueva era, y su energía nos conduce al ciclo denominado “el Reino del Equilibrio”.

En el Libro de Thot, el Carro guerrero posee el número “siete”, y, por lo tanto, lo vincula con el Destino y la Transformación. El número siete del Carro nos lleva a la representación simbólica del “Hombre mismo”, por cuanto, y siguiendo a Platón: el Tres es la “Idea”, el Cuatro la realización de la “Idea”: el Hombre es una unión hipostática de Cuerpo y Alma. El Alma posee tres instancias: el Alma rationalis, El “Nous”; el Alma pasionalis, el “Thymós”; y el Alma apetititva, el “Epi-thymós”. El cuerpo se halla constituído por los cuatro elementos de la Physis: tierra, aire, agua y fuego, y, por lo tanto, el Hombre, al ser Alma y Cuerpo, es “tres” más “cuatro”, es decir, como símbolo del orden, el número “siete”.

El Carro del Triunfo conducido por un guerrero, corresponde al número “siete” en el Libro de Thot: “Zain”, que significa espada o arma: la dominación del espíritu sobre la naturaleza, el sacerdocio, y el imperio, la sumisión de los elementos y las fuerzas de la naturaleza a la inteligencia y el trabajo del hombre. Marcha hacia el futuro con coraje sabiendo que se encuentra dirigiéndose por el camino correcto.

El auriga (Nous) debe adquirir una actitud de humildad, porque si se deja invadir por un estado de “inflación” del Ego, o sea, pecar de “Hybris”, puede conducir el Carro hacía su caída fatal, como ha sucedido en el mito de Faetón. Al ser el Carro un símbolo que representa el poder conductor de la Psique, y por ser su esencia el movimiento, “ha de ser conducido a tierra seca”(1) como ha expresado Jung, es decir, que no debe correr el riesgo de aventurarse por el aire, como le sucedió a Faetón, sino que debe ir hacia una realidad más sólida: salir del aire o del agua, y pisar tierra seca: ya lo decía Heráclito: “El Alma seca es la más sabia y la mejor”(Fragmento 118)(2).

El auriga como principio conductor es el “Ego”, quien todavía no es superior a la consciencia de sí mismo, es decir, a la autoconsciencia, aunque sí contiene secretamente la “semilla germinal” para su crecimiento posterior. Pero... hay un riesgo, siempre existe el mismo riesgo: la inflación del ego, es decir, la “Hybris”, la desmesura. En una antiquísima figura del arquetipo del Carro en el Libro de Thot, se hallaba la inscripción “fama” y “vola”, lo que podría interpretarse como: “la fama vuela”.

Othello es un Moro, desciende de una noble dinastía africana, pero su modalidad-de-ser en el mundo de Africa es completamente extraña y no le sirve en el complejo mundo-de-ser de una ciudad como Venecia, por lo que tiene que dar pruebas constantemente de su eficiencia y de su “eficacia”, debe tener “virtú” como guerrero, como diría Maquiavello. El Carro de Triunfo es el alegórico carro del héroe-guerrero, y tanto Othello como Faetón, siempre deben dar “pruebas” de su noble dinastía y su eficacia a los demás, se deben a la terrible tentación tribunalicia de “la opinión pública”.



(1) Jung, Carl, Collected Works, Vol. 14, Princeton Univ. Press, N.Y., 1976, 264.

(2) Llanos, Alfredo, La Filosofía de Heráclito, Rescate, B.A., 1984, p. 165.

(Fragmento del libro inédito La tragedia de Othello que, próximamente, publicará Editorial Trama)





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