Después de separarme de Freud comenzó para mí una época de inseguridad interior, de desorientación incluso. Me sentía enteramente en el aire, pues no había hallado todavía mi propio puesto. Principalmente me interesaba hallar una nueva actitud frente a mis pacientes. Así pues, me decidí a esperar, por vez primera incondicionalmente, lo que me explicaran de sí mismos. Me adaptaba, pues, a lo que la casualidad me brindaba. Pronto se vio que informaban espontáneamente sobre sus sueños y fantasías, y yo planteaba sólo un par de preguntas: «¿Qué le parece a usted esto?» o «¿Cómo entiende usted esto?», «¿De dónde proviene esto?». De las respuestas y asociaciones se desprendían los significados por sí solos. Dejé a un lado los puntos de vista técnicos y sólo resultaba de utilidad para el paciente el comprender las imágenes que él mismo pro-porcionaba.
Ya al cabo de poco tiempo comprendí que era correcto aceptar los sueños tel quel como fundamento para su interpretación, pues éste es su fin. Constituyen hechos de los que hemos de partir. Naturalmente, de mi «método» se deducía una gran cantidad de aspectos. Cada vez resultaba más necesario adoptar un criterio, casi diría: la necesidad de una orientación previa e inicial.
Entonces tuve un momento de extraordinaria lucidez, en el cual abarqué con la mirada el camino seguido hasta allí. Pensé: ahora posees la clave de la mitología y tienes posibilidad de abrir entonces todas las puertas que dan a la psiquis humana inconsciente. Pero entonces alguien susurró en mí: «¿Por qué abrir todas las puertas?» Surgió entonces la cuestión de qué era lo que yo había logrado hasta entonces. Había explicado los mitos de los pueblos primitivos, había escrito un libro sobre los héroes, sobre el mito en el que desde siempre vive el hombre. «¿Pero en qué mito vive el hombre de hoy?» «En el mito cristiano, podría decirse.» «¿Vives tú en él?», me preguntaba. Si debo ser sincero, no. No es el mito en el que yo vivo. «¿Entonces ya no tenemos mito?» «No, al parecer ya no tenemos mito.» «¿Pero cuál es, pues, tu mito, el mito en que tú vives?» Entonces me sentí a disgusto y dejé de pensar. Había llegado al límite.
En 1912, durante las fiestas navideñas, tuve un sueño. Me encontraba en una bella logia italiana con columnas, pavimento de mármol y una balaustrada también en mármol. Allí estaba yo sentado en una silla dorada de estilo Renacimiento y ante mí se hallaba una mesa de exquisita belleza. Era de piedra verde, como de esmeralda. Yo estaba sentado y miraba hacia la lejanía, pues la logia se hallaba en lo alto de la torre de un castillo. Mis hijos se encontraban también junto a la mesa.
De repente se acercó un pájaro blanco, una pequeña gaviota o una paloma. Delicadamente se posó sobre la mesa y yo hice señas a mis hijos para que guardaran silencio y no asustaran al bello pájaro blanco. De pronto la paloma se transformó en una muchachita de cabellos dorados y de unos ocho años. Salió corriendo con los niños y jugaron juntos en el soberbio claustro del castillo.
Yo quedé absorto en mis pensamientos, meditando sobre lo que acababa de presenciar. Entonces volvió la chiquilla y con su brazo me rodeó cariñosamente el cuello. De repente desapareció, volvió a estar allí la paloma y habló lentamente con voz humana: «Sólo en las primeras horas de la noche puedo adquirir forma humana, mientras la paloma está ocupada con los doce muertos.» En este momento escapó volando y surcó los aires. Yo me desperté.
Lo único que podía decir acerca del sueno era que mostraba una extraordinaria vivificación del inconsciente. Pero no conocía ninguna técnica para poder examinar a fondo el proceso interno. ¿Qué relación puede tener una paloma con doce muertos? Respecto de la mesa esmeralda me acordé de la historia de la tabula smaragdina de la leyenda de Hermes Trimegisto. Él había legado una mesa en la que estaba grabada en lengua griega la esencia de la sabiduría alquímica. Pensé también en los doce apóstoles, en los doce meses del año, en los signos del zodíaco. Pero no hallé solución al enigma. Finalmente tuve que rendirme. No me quedaba otro recurso que esperar vivir más y prestar atención a mis fantasías. Entonces se repitió una fantasía terrible: allí había algo muerto que todavía vivía. Por ejemplo, se llevaban cadáveres a hornos crematorios y entonces se observaba que todavía vivían. Estas fantasías se agudizaron y se confundieron en un sueño:
Estaba en un lugar que me recordaba los Alyscamps junto a Arles. Allí se encuentra una avenida de sarcófagos que se remontan hasta la época de los merovingios. En el sueño salía yo de la ciudad y veía ante mí una avenida parecida, con una larga hilera de tumbas. Se trataba de pedestales cubiertos de losas, sobre los cuales estaban los muertos de cuerpo presente. Yacían vistiendo antiguos sepulcrales los caballeros en sus armaduras, pero con la diferencia de que los muertos de mi sueño no estaban esculpidos en piedra, sino momificados de un modo extraño.
Me detuve ante la primera tumba y observé al muerto. Era un hombre de los años treinta del siglo XIX. Con interés contemplé sus vestiduras. De repente se movió y volvió a la vida. Separó sus manos y supe que ello sucedía sólo porque yo le estaba mirando. Con una sensación desagradable proseguí mi camino y llegué ante otro muerto que pertenecía al siglo XVIII. Sucedió lo mismo: cuando lo miré, volvió a la vida y movió las manos. Así fui recorriendo toda la hilera hasta que llegué, por así decirlo, al siglo ΧΠ, a un cruzado en cota de mallas, que también yacía con las manos juntas. Su semblante parecía tallado en madera. Le contemplé largamente, convencido de que estaba realmente muerto. Pero de pronto vi que un dedo de la mano izquierda comenzaba lentamente a moverse.
El sueño me preocupó durante mucho tiempo. Naturalmente había aceptado anteriormente la idea de Freud de que en el inconsciente se hallan reliquias de antiguas experiencias. Sueños como éste y la auténtica vivencia del inconsciente me llevaron a la opinión de que estos restos no son, sin embargo, formas muertas, sino que forman parte de la psiquis viva. Mis posteriores investigaciones confirmaron esta hipótesis y en el transcurso de los años surgió de ella la teoría de los arquetipos.
Los sueños me impresionaban, pero no podían ayudarme a vencer mi sensación de desorientación. Por el contrario, vivía como bajo una opresión interior. Con el tiempo se hizo tan fuerte que supuse debía existir en mí un trastorno psíquico. Por dos veces repasé todas las particularidades de mi vida, especialmente los recuerdos de mi infancia; pues creía que quizás había algo en mi pasado que pudiera considerarse como causa de mi trastorno. Pero la ojeada retrospectiva resultó infructuosa y tuve que aceptar mi ignorancia. Me dije: «No sé en absoluto lo que hago ahora, ni lo que me sucede.» Así pues, me abandoné conscientemente a los impulsos del inconsciente.
En primer lugar emergió un recuerdo de la infancia, quizás de mis diez u once años. Por entonces jugaba apasionadamente con piedras de sillería. Recuerdo claramente cómo construía casitas y castillos y puertas con arcos sobre botellas. Posteriormente empleaba piedras sin tallar y barro como argamasa. Estas construcciones me fascinaron durante mucho tiempo. Para mi asombro, este recuerdo emergía acompañado de una cierta emoción.
«Vaya», me dije, «¡aquí hay vida! El chiquillo está todavía aquí y posee una vida fecunda que a mí me falta. ¿Pero cómo puedo conseguirlo?». Me pareció imposible cruzar la distancia entre la actualidad, el hombre adulto y mis once años. Pero si quería volver a establecer contacto con aquel tiempo, no me quedaba sino regresar allí y volver a acoger al azar al niño con sus juegos infantiles.
Este instante constituyó un momento decisivo en mi destino, pues, tras una inacabable resistencia, consentí finalmente en jugar. Ello no sucedió sin una resignación extrema y sin la sensación dolorosa de humillación, de no poder hacer en realidad nada más que jugar.
Así pues, comencé a reunir piedras apropiadas, en parte a orillas del lago, en parte en el agua, y después comencé a edificar: casitas, un castillo, toda una aldea. Faltaba todavía la iglesia y levanté un edificio cuadrado con una torre hexagonal y una cúpula cuadrada. En una iglesia hay también un altar. Pero vacilaba en construirlo.
Preocupado por la cuestión de cómo podría realizar esta tarea, recorrí un día, como de costumbre, el lago y recogí piedras en la arenisca de la orilla. De pronto descubrí una piedra roja: una pirámide cuadrangular, de unos cuatro centímetros de alto. Era un casco de piedra que había adoptado esta forma al rodar en el agua e impulsada por las olas —puro fruto del azar. Lo sabía ya: he aquí el altar. La coloqué, pues, en el centro bajo la cúpula y mientras hacía esto recordé el falo subterráneo de mi sueño infantil. Esta relación despertó en mí un sentimiento de satisfacción.
Cada día construía después de comer, si el tiempo me lo permitía. Apenas terminaba de comer, jugaba hasta que llegaban los pacientes; y por la tarde, si el trabajo acababa bastante temprano, volvía a mis construcciones. Con ello se aclaraban mis ideas y podía captar las fantasías que sospechaba iba a sentir en mí.
Naturalmente, reflexioné sobre el significado de mi juego y me pregunté: «¿Qué haces realmente? Construyes una pequeña localidad y lo cumples como un rito.» No sabía dar una respuesta al porqué de ello, pero poseía la íntima certeza de que estaba en camino de hallar mi propio mito. El edificar no era más que el principio. Desencadenó un alud de fantasías que luego anoté cuidadosamente.
Este tipo de acontecimiento continuó teniendo lugar en mí. Siempre que en mi vida posterior quedaba atascado, pintaba un cuadro o esculpía una piedra y ello constituía siempre un rite d'entrée para las idas y trabajos subsiguientes. Todo lo que escribí en el presente año,1 es decir, Gegenwart und Zukunft (Presente y futuro), Ein moderner Mythus (Un mito moderno), Über das Gewissen (Sobre la conciencia), nació de mi labor de picapedrero que emprendí después de la muerte de mi esposa. El último re-toque de mi esposa y su final, lo que con ello comprendí, me ayudaron de un modo prodigioso a salir del trance. Hacía falta mucho para recuperar mi estabilidad y el ocuparme de estas construcciones me ayudó en gran medida.
Hacia el otoño de 1913 pareció que la opresión que hasta entonces sentía en mí se desplazaba hacia fuera, como si en el aire hubiera algo; en realidad a mí me pareció más oscuro que antes. Era como si ya no se tratase de una situación psíquica, sino de una realidad concreta. Esta impresión se afirmó cada vez más.
En octubre, cuando me hallaba solo de viaje, me sobrecogió una alucinación: vi una espantosa inundación que cubría todos los países nórdicos y bajo el nivel del mar entre el mar del Norte y los Alpes. La inundación comprendía desde Inglaterra hasta Rusia y desde las costas del mar del Norte hasta casi tocar los Alpes. Cuando llegó a Suiza vi cómo las montañas crecían más y más, como para proteger a nuestro país. Tenía lugar una terrible catástrofe. Veía la enorme ola amarilla, los restos flotantes de la obra de la cultura y la muerte de incontables miles de personas. Entonces el mar se trocó en sangre. Esta alucinación duró aproximadamente una hora, me confundió y me hizo sentir mal. Me avergoncé de mi debilidad.
Pasaron dos semanas y la alucinación volvió a presentarse bajo las mismas circunstancias, sólo que la transformación en sangre era todavía más terrible. Oí una voz interna: «Míralo, es completamente real y así será; de esto no hay duda.»
En el invierno siguiente alguien me preguntó qué pensaba acerca de los futuros acontecimientos del mundo. Dije que no pensaban nada, pero vía torrentes de sangre. La alucinación no me dejaba tranquilo.
Me pregunté si las visiones aludían a una revolución, pero no podía acabar de creérmelo. Así pues, saqué la conclusión de que tenía algo que ver conmigo mismo y supuse que estaba amenazado por una psicosis. La idea de la guerra no se me ocurrió.
Poco después de esto, durante la primavera y a principios de verano de 1914, se repitió tres veces un sueño: que en pleno verano sobrevendría un frío ártico y dejaría al país completamente helado. Así veía helada, por ejemplo, toda la región lorenesa y sus canales. Todo el país estaba despoblado y los lagos y ríos se habían helado. Toda la vida vegetal estaba aletargada. Este sueño lo tuve en abril y mayo, y la última vez en junio de 1914.
En el tercer sueño sobrevenía nuevamente una terrible helada procedente de los espacios interestelares. Tenía, sin embargo, un final inesperado: había un árbol con hojas, pero sin frutos (mi árbol de la vida, pensé yo) y estas hojas, por influencia de la helada, se convertían en dulces granos de uva llenos de saludable zumo. Tomé las uvas y las regalé a una gran muchedumbre expectante.
A fines de julio de 1914 fui invitado a ir a Aberdeen por la British Medical Association, donde, en un congreso, debía dar una conferencia sobre «La importancia del inconsciente en psicopatología».3 Estaba convencido de que algo iba a suceder, pues tales sueños y visiones suelen ser premonitorios. En mi situación de entonces y con mis temores me pareció obra del destino el que tuviera que hablar precisamente entonces del significado del inconsciente.
El 1 de agosto estalló la guerra mundial. Entonces mi tarea consistió en tener que intentar averiguar qué es lo que sucedía y en qué medida mi propia vida dependía de la colectividad. Por ello debía ante todo reflexionar sobre mí. En un principio se presentaron las fantasías que había tenido mientras jugaba a las construcciones. Esta labor pasó ahora a primer plano.
A través de esto desapareció un incesante torrente de fantasías e hice todo lo posible por no perder mi orientación y hallar mi camino. Me encontraba desamparado en un mundo extraño y todo me parecía difícil e incomprensible. Vivía constantemente en intensa tensión y me sucedía a menudo como si cayeran sobre mí enormes piedras. Una tormenta desencadenaba otra. Que pudiera soportarlo era una cuestión de fuerza bruta. Otros se estrellaron aquí. Nietzsche y también Hölderlin, y muchos otros. Pero había en mí una fuerza demoníaca y desde un principio estaba claro para mí que debía hallar el sentido de lo que experimentaba en las fantasías. La sensación de estar sometido a una voluntad superior, cuando hacía frente a las embestidas del inconsciente, era innegable y conservó siempre un carácter determinante para cumplir las tareas.
Me sentía muchas veces tan inquieto que debía dominar mis emociones mediante ejercicios de yoga. Pero dado que mi objetivo era conocer qué pasaba en mí, los hacía solamente hasta que se recuperaba la tranquilidad y podía reemprender mi trabajo con el inconsciente. Tan pronto como experimentaba la sensación de volver a ser yo mismo dejaba de controlarme y volvía a dar la palabra a las imágenes y voces internas. Los indios, por el contrario, practican los ejercicios de yoga con el objeto de eliminar por completo la multiplicidad de cuestiones e imágenes psíquicas.
En la medida en que lograba traducir mis emociones en imágenes, es decir, hallar aquellas imágenes que se ocultaban tras las emociones, sentía tranquilidad interna. Si me hubiera abandonado por completo a mis emociones, lo más probable es que hubiera sido destrozado por las actividades del inconsciente. Quizás los hubiera podido separar, pero entonces habría caído irremisiblemente en una neurosis y finalmente sus contenidos me hubieran destruido. Mi experimento me afirmó en la convicción de lo valioso que es, desde el punto de vista terapéutico, hacer conscientes las imágenes que se hallan detrás de las emociones.
Anoté las fantasías lo mejor que pude y me esforcé en dar expresión a las condiciones psíquicas bajo las cuales surgían aquéllas. Sin embargo, sólo pude hacerlo en un lenguaje muy torpe. En primer lugar formulé las visiones tal como las había percibido, en un «lenguaje poético», pues es el que corresponde al estilo de los arquetipos. Los arquetipos hablan de modo patético y hasta engolado. El estilo de su lenguaje me resulta penoso y va en contra de mis sentimientos, como si alguien araña con la uña una pared enyesada o rasca con un cuchillo en un plato. Pero yo no sabía de qué se trataba. Así pues, no tenía posibilidad alguna de elección. No me quedaban más recursos que anotarlo todo en el mismo estilo elegido por el inconsciente. A veces era como si lo percibiese con mis propios oídos. A veces lo sentía en mi boca, como si mi lengua estuviera formulando las palabras, e incluso me sucedió que me oía a mí mismo murmurando palabras. Bajo el umbral de la consciencia todo era vivo.
Desde el principio había iniciado la confrontación con el inconsciente como experimento científico que ensayaba en mí mismo y cuyo resultado era para mí de interés vital. Hoy ciertamente podría decir también que fue un experimentó que tuvo lugar en mí. Una de las mayores dificultades consistía para mí en tener que arreglármelas con mis sentimientos negativos. Me entregaba espontáneamente a las emociones que no podía admitir. Anotaba las fantasías, que con frecuencia me parecían absurdas y contra las cuales ofrecía yo resistencias, pues mientras no se comprende su sentido constituyen una mezcla infernal de cosas sublimes y ridiculas. Me costó mucho mantenerme firme, pero fui forzado a ello por el destino. Sólo con ímprobos esfuerzos pude finalmente evadirme del laberinto.
Para captar las fantasías que me movían subterráneamente tuve, por así decirlo, que dejarme caer en ellas. Oponiéndome experimentaba no solamente resistencias, sino que sentía incluso fuerte miedo. Temía perder mi autocontrol y convertirme en víctima del inconsciente, y lo que esto significa me resultaba, como psiquiatra, suficientemente claro. Pero debía arriesgarme a apresar estas imágenes. Si no lo hacía, corría el riesgo de que me apresaran a mí. Un importante motivo para estas reflexiones lo constituyó la circunstancia de que no podía esperar de mis pacientes lo que yo mismo no era capaz de hacer. La disculpa de que, junto al paciente, estaba quien le auxiliaba, no era válida. Sabía que el que le auxiliaba, es decir, yo, no conocía aún la materia por propia concepción, sino que poseía sobre ello como máximo algunas ideas teóricas preconcebidas, de dudoso valor. La idea de que me arriesgaba en tan fabulosa empresa, en definitiva, no sólo por mí personalmente, sino también por mis pacientes, me ayudó poderosamente en diversas fases críticas.
Fue en la época de adviento del año 1913 cuando me decidí a realizar el primer paso (12 de diciembre). Estaba sentado ante mi escritorio y meditaba una vez más sobre mis temores y me abandoné. Me ocurrió como si el suelo cediera literalmente bajo mis pies, y como si cayese en un oscuro abismo. No podía reprimir en mí una sensación de pánico. Pero de pronto y no a demasiada profundidad, me sentí sofocado y débil sobre mis pies, con lo que experimenté una gran alivio. Sin embargo, me hallaba en una oscuridad, que ahora parecía un profundo crepúsculo. Ante mí se hallaba la entrada a una cueva más oscura todavía; allí había un gnomo. Me pareció que era de cuero, como si estuviera momificado. Me apresuré a pasar delante suyo a través de la estrecha entrada y vadeé unas aguas heladas que me llegaban a la rodilla hasta el otro extremo de la caverna. Allí se encontraba sobre una roca un cristal rojo y resplandeciente. Tomé la piedra, la levanté y descubrí que bajo ella había una cavidad. En un principio no podía reconocer nada, pero finalmente en el fondo descubrí una corriente de agua. Un cadáver pasó flotando, un muchacho de rubios cabellos, herido en la cabeza. Le seguía un enorme escarabajo negro y entonces apareció, emergiendo del fondo de las aguas, un sol rojo recién salido. Cegado por la luz quise colocar nuevamente la piedra en la abertura, pero se precipitó un líquido a través de la misma. ¡Era sangre! Un grueso chorro saltó y sentí náuseas. El flujo de sangre continuó durante un tiempo inso-portablemente largo para mí. Finalmente se extinguió y con ello finalizó la visión.
Me sentía impresionado en lo más íntimo por las imágenes. Naturalmente veía que la pièce de résistence era un mito de héroe y del sol, un drama de muerte y renovación. El renacimiento se explicaba por el escarabajo egipcio. Después de esto hubiera debido seguir el nuevo día. En lugar de ello llegó el insoportable flujo de sangre, un fenómeno completamente anómalo. Pero entonces recordé mis visiones de sangre del otoño del mismo año y desistí de comprender todo intento posterior.
Seis días después (18 de diciembre de 1913) tuve el siguiente sueño:
Me encontraba con un joven moreno desconocido, un salvaje, en una solitaria montaña rocosa. Era antes de amanecer, el cielo del este era ya claro y las estrellas se extinguían. Entonces resonó por las montañas el cuerno de Sigfrido y supe que debíamos matarle, íbamos armados con fusiles y le acechábamos en un estrecho acantilado.
De pronto apareció Sigfrido en lo alto de la cumbre de la montaña, con el primer rayo del sol naciente. En un carro de osamenta descendía rápidamente por la pendiente rocosa. Al doblar él una esquina, disparamos sobre él y se desplomó, herido de muerte.
Lleno de asco de mí mismo y arrepentimiento por haber destruido algo tan grande y bello, intenté huir, impulsado por el miedo, pues podían descubrir el crimen. Entonces comenzó a llover copiosamente y supe que todas las huellas del crimen quedarían borradas. Había escapado al peligro de ser descubierto, la vida podía continuar, pero quedaba un insoportable sentimiento de culpa.
Cuando desperté medité sobre este sueño, pero me resultó imposible comprenderlo. Intenté, pues, dormirme nuevamente, pero una voz dijo: «¡Tienes que comprender el sueño e inmediatamente!» La agitación interior fue aumentando hasta el terrible instante en que la voz dijo: «¡Si no comprendes el sueño tendrás que disparar sobre ti!» En mi mesita de noche había un revólver cargado y sentí miedo. Entonces volví a meditar y de pronto comprendí elsentido del sueño: «¡Éste es el problema que se le plantea al mundo!» Sigfrido representa lo que los alemanes quisieran realizar, a saber: imponer heroicamente su propia voluntad. «¡Donde hay una voluntad se encuentra un camino!» Lo mismo quería yo. Pero ahora ya no era posible. El sueño mostraba que la actitud que se encarnaba por medio de Sigfrido, el héroe, ya no se adecuaba más a mí. Por ello él tenía que ser asesinado.
Después de esto experimenté gran compasión, como si hubiesen disparado sobre mí. En ello se expresaba mi secreta identidad con el héroe, así como el sufrimiento que el hombre experimenta cuando es forzado a sacrificar su ideal y su actitud consciente. Pero había que dar fin a esta identidad con el ideal del héroe; pues existe algo más alto que la voluntad del Yo y a lo cual hay que someterse.
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